martes, 19 de agosto de 2014

Narradores y focalizadores

  Cambio de narrador en "El Buitre" (Kafka); reescritura de "Comunidad" (Kafka), desde el punto de vista del sexto personaje


El Buitre

Érase un buitre, que le picoteaba los pies. Ya le había desgarrado los zapatos y las medias y ahora le picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor de él, y luego proseguía la obra. Pasó un señor, los miró un rato y luego le preguntó por qué toleraba al buitre.

-Estoy indefenso –le dijo-, vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar –dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? –Preguntó-, ¿quiere encargarse usted del asunto?

-Encantado –dijo el señor-; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿puede usted esperar media hora más?

-No sé –le respondió, y por un instante se quedó rígido de dolor; después añadió: -Por Favor, pruebe de todos modos.

El buitre había escuchado tranquilamente el diálogo y había dejado errar la mirada entre ambos. El buitre lo comprendió todo: voló un poco lejos, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó, profundamente, el pico en la boca del primer hombre. Que este, al caer de espaldas, sintió como una liberación: su sangre, colmaba todas las profundidades e inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.


Comunidad

Son cinco amigos. Una vez salieron, uno tras otro, de una casa. Primero salió uno y se colocó al lado de la puerta de calle; después el segundo salió por la puerta, o, mejor dicho, se deslizó con la misma suavidad con que resbala una gota de mercurio, y se ubicó no lejos del primero; después el tercero; después el cuarto; después el quinto. Finalmente, se pusieron todos en una línea, parados. La atención de la gente empezó entonces a centrarse en ellos, los señalaban y decían: “Los cinco acaban de salir de esa casa”.

Desde entonces que viven juntos. La de ellos, sería una existencia pacífica si no fuera por mi intromisión. No les hago nada, pero les resulto fastidioso, y eso ya les resulta bastante. Y me preguntan por qué me meto por la fuerza donde no quieren saber de mí.

No me conocen, y no quieren aceptarme entre ellos. Tampoco ellos cinco se conocían antes, y, si se quiere, tampoco ahora se conocen entre ellos; pero lo que entre ellos cinco es posible y se admite, conmigo no es posible y no me admitirán. Aparte de todo eso, ellos son cinco y no quieren ser seis.

¿Y qué sentido tiene, en definitiva, que estén permanentemente juntos? Ni siquiera para ellos tiene sentido alguno. Pero ya están juntos, y así van a continuar; no quieren una nueva unión, en razón, precisamente, de sus experiencias.

Pero no me lo pueden hacer entender. Si me dieran largas explicaciones significaría ya casi una aceptación en ese círculo. Entonces prefieren no aclararme nada, y no me aceptan. Por más que saque trompa, los cinco me alejan a codazos; pero por más que me alejen a codazos, vuelvo.

El rigor de la rutina


12 de abril

Ahora, transcurridos dos meses -según me dijo el que va de blanco-, de los que verdaderamente mucho no me acuerdo, quiero contar como llegué a este lugar.

Todos los lunes, a las nueve de la mañana, solía tener una reunión laboral en la que, junto a la Presidenta, planificábamos las actividades de la semana.

Trabajé, durante veinte años, como secretaria de la Casa Rosada. Por eso llevo cuenta de las horas, minutos y hasta cada uno de los segundos que pasan. Pero el día en el que mi mente colapsó, llegué a la reunión con 45 minutos de retraso -ya te comenté lo significativos que son los minutos en mi vida-.

Me gustaría poder seguir escribiendo, pero hace dos minutos y medio que “el de blanco” me dijo que se terminó el tiempo. Le hago caso. Tengo mis razones.


 13 de abril

Me gustaría poder contarte que pasó, de una sola vez, pero solo tengo tiempo para esto una vez al día, a las 18 hs y por media hora.

No logro recordar si había dormido la noche anterior. Si lo hice, no fue más que un descanso de varios minutos. Luego salir de tu casa un tanto mareada -admito que 3 copas de vino para alguien que no acostumbra a tomar, es mucho-, me subí al Taxi y a partir de ahí todo se vuelve más difuso en mi memoria. Mi próximo recuerdo es del lunes a las siete de la mañana, parada en el medio del living de casa, con todos los libros tirados en el suelo, las lámparas destrozadas contra las paredes y unos cuantos blísters vacíos en la pileta del baño.

Podría perder el celular, quedarme sin dinero, pasar hambre y frío, y soportar unas cuantas cosas más. Lo que no podría perder es mi agenda. Ésta funciona como una extensión de mi cabeza.

“El de blanco” me está amenazando otra vez con “el castigo”, mañana sigo.


14 de abril

Todas las rutinas que seguía en mi vida eran muy importantes para poder sostener una profesión tan demandante como la mía: todos los días, a las 6:05 hs, me levantaba teniendo mucho cuidado de apoyar primero el pie derecho; antes de desperezarme, mi cama ya se encontraba lista, ni una arruga en las frazadas; dos cucharadas y media de azúcar en una taza de un poco más de la mitad de café y el resto leche; me pegaba una ducha y con mucho cuidado me vestía para no repetir ninguna prenda; a las 6:50 hs revisaba con detenimiento la agenda; y a las 7:00 hs ya me encontraba en la calle.

Hago un esfuerzo enorme por recordar qué pasó esa noche, pero la realidad es que me cuesta mucho. “El de blanco” me sigue dando esa medicación para curar mi enfermedad, pero la realidad es que el único efecto que hace es darme muchísimo sueño. De todas maneras, no hay mucho para hacer entre estas cuatro paredes blancas sin un solo cuadro y con un crucifijo sobre la puerta.

Pasaron los treinta minutos.


15 de abril

Los primeros días en este lugar se me hicieron muy difíciles, primero por los nebulosos recuerdos que tengo de ellos, y luego porque la ausencia de un reloj en mi cuarto me llevo a recibir “el castigo” tres veces en una semana -creo-. Según me dijeron un tiempo después,  destrocé la cama y casi me parto el cráneo cuando me estrellé la cabeza contra la pared. Día a día me las ingenio para saber la hora. Aquí nadie dispone de relojes, pero mi esencia me lleva a necesitar ubicarme en tiempo y espacio. Mis cálculos son aproximados. A veces también recurro a mirar el cielo y guiarme por la posición del sol. Por suerte, este lugar tiene unas rutinas muy establecidas a las cuales me pude ir acostumbrando.

A las ocho de la mañana me sirven el desayuno, nunca demoro más de quince minutos en terminarlo, así que es por esto que entre las 8:15 hs y las 8:20 hs recibo la primer visita del hombre “de blanco”. Luego me llevan a caminar por el jardín durante una hora y media, con lo cual  alrededor de las 10 hs estoy nuevamente en mi cuarto, a las 10:15 hs viene un hombre con bigotes a hacerme unas cuantas preguntas sobre cómo me siento ese día y algunas cosas más; y para las 10:45 hs -lo sé con exactitud, porque el de bigotes lleva un reloj en su muñeca- me trasladan a la cocina para preparar el almuerzo, el cual a las 12:00 hs se encuentra listo. Esta última actividad -en apariencia recreativa- es rotativa. Un mes estoy a cargo de la cocina, el otro de la limpieza. Vos sabes perfectamente que en ambas áreas soy un desastre.

A las 12:45 hs me trasladan nuevamente a mi cuarto, recibo la nueva dosis, y me dispongo a dormir hasta las 16 hs. A eso de las 16.30 hs, entra sigilosamente a mi habitación, con su habitual sonrisa, el hombre de blanco. A veces pienso que él no tiene la culpa, es un simple mensajero. Pero, ¿qué mensaje me quieren dar acá? En sus manos sostiene la bandeja y sobre ella, un tazón con cereales y leche. La cuchara es de plástico, como el resto de los utensilios que disponemos. Escuché por los pasillos que es para que no nos dañemos a nosotros mismos. Atrás quedaron mis almuerzos y cenas con vajilla importada. ¡Qué desgracia!

En este lugar me dicen cuándo y cómo hacer todo. Antes era la dueña de mi propia vida, ahora me convertí en un ser inútil y dominado. Al menos son estrictos con los horarios,  eso me relaja. Por primera vez en la vida no estoy estresada. Mi mayor preocupación es saber si va a llover o salir el sol.

No esta tan mal este lugar, después de todo.


16 de abril

A las 17.30 hs nos reunimos todos en el salón de usos múltiples, en donde cada día nos espera una actividad diferente. La única que detesto es pintar unos dibujos -mandalas creo que le dicen-. Tienen algo que ver con la espiritualidad, lo que para mí es insignificante ya que nunca creí en esas cosas. Con Mirta, la coordinadora de las actividades, tengo una buena relación, por eso es que te puedo escribir un rato.

Para las 20 hs ya estamos cenando, como cuando era pequeña. Luego, cuando me independicé, rara vez lo hice antes de las 22 hs. Después de todo, este cambio de hábito tiene su lado positivo.

Mi día termina a las 22.30 hs, luego de tomar té y jugar a la generala en la sala -siempre gano-. Esto me recuerda a los veranos en la costa, cuando los días de lluvia no nos permitían ir a la playa. Esas tardes solían ser divertidas, a pesar del día gris. Eran tiempos felices.

Lo que pasó aquel lunes de madrugada, no lo recuerdo y no creo que lo haga. Si recuerdo que cuando llegue a la Casa Rosada, todos me observaron de una manera muy extraña -intuyo que habrá sido por mi apariencia-. Luego fui trasladada a este lugar, del cual la única certeza que tengo es que mientras sigan manteniendo esta rutina voy a poder mantener mi mente en equilibrio.


  Consigna: Escribir un cuento a partir de la secuencia textual: "Alguien anota en su agenda absolutamente todo lo que tiene que hacer. La pierde. Enloquece y decide internarse en una clínica psiquiátrica".

  Escrito junto a Daniela Domleo y Graciela Catán.

El amor odia la libertad

Ana Sergeyevna descendía del tren yendo al encuentro de su marido, pero la realidad era que, no podía dejar de pensar en su romance con Gurov.

Los días fueron pasando, su marido la reclamaba, pero ella seguía mostrándose distante. Ante las repetidas preguntas sobre aquellos días en Yalta, Ana no hacía más que unos breves comentarios sobre el puerto, la belleza del mar y el vapor que se levantaba sobre este, todas las tardes cuando se calmaba el viento.

Sabiendo, Ana, las implicancias de ser una mujer infiel, decidiose a darle a conocer a su marido sus repetidos encuentros con Gurov durante su estadía en Yalta. No siendo el divorcio una opción viable por su significado social, la señora del perrito –como la llamaba su amante- se sintió desdichada y sometida por completo a una vida de sufrimiento y vacía de amor, aceptando la hostilidad de su marido. Su única esperanza era volver a encontrarse con aquel hombre que la doblaba en edad.

Así fueron pasando los meses vacíos de vida, para Ana, que no pudo encontrar consuelo ni con su propia madre, quien tenía una relación más cercana con su yerno, que con su propia hija.

La humillación fue moneda corriente para ella, quien ahora, más que nunca, era solo un objeto de compañía cuando su marido se mostraba en sociedad. Él le propuso continuar con el matrimonio a cambio de no dar a conocer su infidelidad. Y así resultó que, como tantas otras veces, acompañó a su marido al teatro. Durante el descanso, este levantóse para ir a fumar, y en ese preciso momento fue cuando Dmitrich Gurov apareció ante los ojos de Ana Sergeyevna.

Los encuentros entre estos dos amantes se reanudaron, y ella, excusándose con visitas a su médico por un supuesto mal interno que le aquejaba, empezó a viajar a Moscú -al encuentro con Gurov- cada dos o tres meses, aceptando ambos así, una vida clandestina, en donde el cautiverio en una habitación de hotel, indicaba únicamente que lo que vendría podrían ser los momentos más difíciles de su romance.


Consigna: Escribir un relato que expanda alguna de las historias escondidas de “La Señora del Perrito” de A. Chejóv.

miércoles, 11 de junio de 2014

Wakefield, el paria del universo

Wakefield -nombre del protagonista y título de la obra- es una historia contada por Nathaniel Hawthorne (novelista estadounidense, 1804-1864), en la que en su primer párrafo se nos revela el comienzo y el fin de este excéntrico relato:

“(…) El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. (…) Una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.”

El narrador de esta historia se entera, que Wakefield abandonó a su mujer, a través de un viejo periódico que no data lo que sucedió en el transcurso de esos 20 años. Entonces, aquí nos vemos invitados a leer su versión, imaginada, del caso más extraño de delincuencia marital -como nuestro narrador lo define-.

Conociendo el final de esta historia, lo interesante aquí es como Nathaniel Hawthorne se introduce en la mente de un testarudo marido que lleva a cabo un proyecto, que, probablemente, represente los deseos de más de un matrimonio.   

  Nota de lector: Wakefield, publicado en 1837, de Nathaniel Hawthorne (EEUU, 1804-1864).

jueves, 15 de mayo de 2014

Atuel

Desperté, y tras varios minutos intentado desenroscarme de la bolsa de dormir, logré salir al jardín de mi casa, que por esos días era una carpa  y el jardín, una porción no muy grande de tierra. En pocos pasos, no más de cuatro o cinco, llegué a la orilla de un río. Era verano y me encontraba viajando por la provincia de Mendoza.

Ese día, como en gran parte del viaje, fui el primero en levantarme. El camping seguía desierto y todavía se podía sentir la fresca brisa mañanera en la piel. De incienso, la leña quemada la noche anterior. Del diseño del jardín se encargaba el río Atuel, que seguía corriendo con esa vertiginosa brutalidad, que invitaba a quedarse mirándolo por muchísimo tiempo intentando calcular la cantidad de litros de agua que corren por segundo.

Sabiendo que tenía unas dos o tres horas antes de que empezara el movimiento por la zona, y tras sobrevivir a la travesía que implicaba conseguir agua caliente para el mate, tomé el objeto que ocupó el primer lugar en el listado de cosas para cargar en la mochila: Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley. En este contexto, fui deslizándome por el libro, como los kayaks que pasaban sobre el agua, muy cerca de mí.

Eh leído muchas cosas a lo largo del tiempo, y me resulta muy difícil tener que destacar una lectura sobre la otra, porque pongo en duda que una sea mejor que la otra. Todas son distintas. Sí es cierto que hay de las que uno recuerda como si todavía estuviera en ella. En este sentido, Un Mundo Feliz, me resultó importante tras ponerlo en contraste con 1984, de George Orwell. Este último, leído durante la adolescencia y recluido en mi habitación, me había revolucionado completamente.

Pero lo que me lleva a recordar tan vivamente la lectura de esa mañana, se debe a mi entrega completa cuando me encuentro viajando, recorriendo lugares, compartiendo situaciones con mi gente, y con los que no conozco, con la mente relajada y dispuesto a disfrutar plenamente de la situación que venga por delante.

Entrevista a Chartier

   Edición y reformulación de una pregunta realizada en una entrevista, a Roger Chartier, en el marco del Congreso Centroamericano de Historia, que tuvo sede en la Universidad de Costa Rica entre el 22 y el 26 de julio de 2008.

  Teniendo en cuenta que, la oposición entre la pantalla y lo escrito ha dejado de existir: ¿Cómo se da la relación entre el individuo y la obra?

  El desafío de la nueva generación de lectores radica en la manera en que se da la relación entre las nuevas formas de inscripción de los textos y las prácticas de su apropiación.
  
  Hoy en día, el acceso a la cultura escrita se da, cada vez más, a través de un soporte, que es una superficie iluminada, es decir una pantalla, en donde el texto se encuentra vinculado también a imágenes, sonidos, música, etc. Debemos tener en cuenta que la producción de sentido no solo depende del soporte que media entre el texto y el lector, sino que también depende de factores históricos y culturales. 

   Fuente: Revista Historia, ISSN: 1012-9790, No. 65-66, enero-diciembre 2012 / pp. 189-194

jueves, 8 de mayo de 2014

"Io e Te"

    Tal como cuando uno siente un aroma o escucha una canción y automáticamente se ve trasladado a algún recuerdo en particular de la vida, Tú y Yo, escrita con la intensidad con la que lo hizo Niccoló Ammaniti, es un viaje por el tiempo, directamente a la adolescencia.
   
    Lorenzo, de 14 años, es un niño introvertido con problemas de socialización que tras tener unas reuniones con un psicopedagogo de su colegio, es considerado un narcisista incapaz de sentir empatía por los demás. A mi parecer, como sucede con muchos niños, su diagnóstico es exagerado, hay una confusión de problemas psicológicos con la simple -o compleja, en todo caso- adolescencia.
    
    Tras la mentira de que se iba a esquiar una semana con compañeros de clase, él se refugia en el sótano de su casa, el cual termina siendo su lugar en el mundo. Allí es, estando entre cuatro paredes, donde se siente completamente libre y, con el condimento de la aparición de Olivia (su conflictiva media hermana), vive quizá una de las aventuras más importantes e intensas de su adolescencia.
    
    En su última noche en el bunker, junto a Olivia, Lorenzo da cuenta del antes y el después en su vida:   
    
    “Resoplando y con vergüenza me puse a bailar. Eso era lo que más odiaba: bailar. Pero aquella noche bailé y mientras lo hacía experimenté una sensación nueva, la sensación de estar vivo, de que me asfixiaba. Unas horas después saldría de aquel sótano. Y todo volvería a ser como antes. Pero ahora sabía que al otro lado de aquella puerta el mundo me esperaba, y que podía hablar con los demás como cualquier otro. Decidir cosas y hacerlas. Podía marcharme. Podía ir a la escuela. Podía cambiar los muebles de mi habitación”.

  
   Nota lector: Tú y yo, publicado en 2010, de Niccoló Ammaniti (Italia, 1966).